domingo, 25 de agosto de 2013

Una tragedia innecesaria.


La oscuridad esta solo a un suspiro y de eso no nos damos cuenta. Esa asonancia casi imperceptible e irrelevante a pie de página. Esa sonrisa de insuficiencia que entierra continuamente recuerdos irrepetibles inconscientemente. Igual que los sueños. Los sueños solo son verdad mientras duran, ¿Y no vivimos nosotros en sueños?
Por eso no termino nunca los míos con ella, por el alivio que me supondría peligrosamente creer que es cierto. En todos y cada uno de ellos me pide bailar, pero yo no puedo. No se bailar. Se lo digo, pero le da lo mismo. Me coge por la cintura, se contonea delante de mí. Perece que es tan fácil que hace que me ahogue en ilusiones premeditadas de hacerlo tan bien como su cuerpo. Lo intento y no me sale. A pesar de eso, soy feliz. Es perfecto, una y otra vez. Y ese es el momento en el que siempre me obligo a despertar, justo cuando vamos a llegar a las manos, cuando va a enamorarme contra la pared, cuando me va a volver loca, porque se que si cedo a cumplir esa fantasía estaré perdida de verdad para el resto de mis días. Precipicios de incongruencia a los que llego cada noche, volver o no. Y al final me despierto, y estoy sola. En ese instante me duele todo el cuerpo. Necesito una compasión que nunca tendré, ¿Acaso a alguien le importa que este la luna allí tan sola, en el cielo? Nadie abraza nunca a la luna cuando lo necesita. Alguien debería quedarse mirando las estrellas todas las noches, así que abro la ventana y eso hago: monto guardia por si deciden cobrar vida en cualquier momento y explicarme de una vez qué coño significa que algo sea infinito.

Y yo siempre, siempre me obligo a despertarme. Siempre excepto hoy.